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Las Naciones Indígenas en el Bicentenario del Perú

En el Perú del bicentenario el 25% de la población se considera de orígenes indígenas y el estado reconoce oficialmente a 55 Pueblos Indígenas, 4 de ellos andinos y 51 amazónicos.

 

Por: Roger Merino, investigador del CIUP

 

En el Perú del bicentenario el 25% de la población se considera de orígenes indígenas y el estado reconoce oficialmente a 55 Pueblos Indígenas, 4 de ellos andinos y 51 amazónicos. Estos pueblos están organizados jurídicamente en comunidades nativas y comunidades campesinas, las cuales - según la Constitución Política - son autónomas para gestionar su territorio e impartir justicia dentro de su ámbito territorial.

 

Aunque las actuales políticas públicas reconocen que en el país conviven diversas culturas y pueblos originarios, el legado de décadas de racismo institucionalizado es una barrera que impide un reconocimiento real de las aspiraciones políticas y sociales de estos pueblos. La historia de la República, en efecto, es una historia de negación de la indigeneidad.

 

La paradoja de la inclusión/exclusión

 

Durante la colonia y hasta comienzos del siglo XX, los Pueblos Indígenas fueron sometidos a situaciones de esclavitud, exterminio, desplazamiento y degradación en las minas de Potosí y Cerro de Pasco, en las haciendas de los Andes mediante el yanaconaje y la servidumbre forzada, y en las expediciones caucheras en la Amazonía, solo por mencionar algunos ejemplos. Fueron concebidos como el último escalón de las jerarquías sociales.

 

En la primera mitad del siglo pasado las élites gobernantes introducen la estrategia del mestizaje como mecanismo discursivo oficial para fortalecer un estado-nación que había sido forjado por élites ajenas a la realidad rural y amazónica. Se busca expresar la identidad peruana en la “mezcla de razas”, una suerte de sincretismo biológico y cultural. Sin embargo, las jerarquías se mantuvieron, ya no de forma explícita pero sí de forma implícita. El racismo se institucionalizó a través de políticas paternalistas que limitaban y menospreciaban a la población originaria. En este imaginario, el indígena del campo debe dejar de ser indígena para convertirse en campesino. El indígena desplazado en la ciudad deja de ser indígena para convertirse en cholo. La evolución implícita, modernizante, implica escalar escalones raciales y culturales, aunque exteriormente se celebra la “diversidad”.

 

En los ochenta y noventa, se incorpora la estrategia de la multiculturalidad. Un aparato conceptual importado de Europa y Canadá que promulga la “tolerancia” frente a lo distinto, como si los limeños o alimeñados somos los que debemos tolerar a las diferentes Naciones Indígenas, vistas en realidad como foráneos en su propio país. El multiculturalismo reconoce derechos pero no abre la posibilidad de reimaginarnos como colectivos sociales. Es paradigmático que el multiculturalismo ingrese al país al mismo tiempo que Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas estaban desplegando un genocidio cotidiano en los Andes peruanos en contra de comunidades enteras que era vejadas, desplazadas, degradadas y asesinadas.

 

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Estas estrategias han buscado contener las tensiones sociales y los conflictos entre Pueblos Indígenas y las políticas nacionales en ámbitos como la industria minera y petrolera, los agronegocios y los mega proyectos de infraestructura que impactan en sus territorios y medios de vida. Desde el punto de vista de las comunidades, muchos de estos conflictos, antes que expresar el rechazo completo a estas actividades o el interés en la inclusión social, expresan la aspiración política por la autodeterminación, por el “derecho a tener derechos colectivos”, es decir, por el derecho a ser reconocidos como naciones con derechos territoriales y capacidad de decisión, no simplemente como minorías étnicas con derechos de propiedad muy limitados, tal como son reconocidos en el actual marco legal y constitucional.

 

El estado ha lidiado históricamente con estos procesos a través de lo que llamo la paradoja de la inclusión/exclusión, reconociendo formalmente ciertos derechos, pero, al mismo tiempo, excluyéndolos sustancialmente a través de leyes, políticas o represión policial/militar abierta si es que el movimiento indígena buscaba darles un contenido efectivo.

 

La apropiación y desborde de la legalidad

 

Los Pueblos Indígenas no han sido receptores pasivos de la inclusión/exclusión. Han lidiado con esta paradoja a través de lo que denomino como el proceso de apropiación y desborde de la legalidad.[4] Usando diversas instituciones legales y políticas reconocidas desde la colonia (desde las reducciones o resguardos indígenas, la comunidad indígena, comunidades campesinas/nativas, propiedad colectiva, consulta previa, etc.), estos pueblos han luchado por extender la legalidad hasta los límites de sus aspiraciones políticas. Las estrategias desplegadas para este fin incluyen el litigio nacional e internacional, la auto-organización y la creación de federaciones y gremios, el surgimiento de rondas campesinas y nativas y diferentes tipos de organizaciones, las articulaciones políticas y cabildeo con organismos y actores internacionales, la movilización social, entre otros.

 

Hoy en día, el concepto de plurinacionalidad como una nueva forma de estado ya no surge a partir de la adaptación de las prácticas indígenas a moldes legales impuestos, sino mediante procesos de creación de nuevas instituciones desde abajo. Estos procesos nos obligan a reimaginar la nación y, como consecuencia de ello, a reinventar el estado. Esta reinvención abarca, por ejemplo, la distribución del poder político mediante el establecimiento de escaños en el parlamento para la población originaria. También incluye la gobernanza territorial mediante el reconocimiento de autonomías territoriales según la cual estos pueblos no solo tienen derechos patrimoniales de propiedad sino también derechos políticos de territorio, insertándose en la estructura territorial del estado. La reinvención del estado abarca además la gobernanza ambiental, de tal forma que no solo se busque la consulta sino el consentimiento previo, libre e informado de estos pueblos respecto a los impactos ambientales de diferentes proyectos de inversión en sus territorios, entre varias otras instituciones.

 

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La plurinacionalidad se incorporó a los marcos constitucionales e institucionales en Bolivia y Ecuador, en donde se ha venido implementando con marchas y contramarchas. Además, está en la actual agenda constituyente en Chile y es una de las banderas del movimiento indígena regional, en países tan diversos como Colombia y Argentina. El Perú no es la excepción, aunque sea un tema desconocido o excluido a priori en las discusiones o debates en círculos académicos y en las redes de política pública.

 

De hecho, la política y legalidad indígena siempre ha sido vista desde la mirada del menosprecio. Es una agenda imposible de ser traducida en el imaginario político de élites incapaces de reconocer el profundo racismo en el país. Esta agenda puede estar en la base de manifiestos y movilizaciones, pero igual es minimizada. En el Perú, por ejemplo, ignoramos que la Nación Wampis se ha declarado como un gobierno autónomo y que varias otras naciones están siguiendo el mismo proceso, o que el reclamo por la plurinacionalidad está en la agenda explícita del movimiento indígena hace años.[5]

 

¿Un presidente rondero en el Bicentenario puede hacer la diferencia?

 

Luego de doscientos años de independencia, por primera vez un profesor de escuela rural, rondero, campesino y sindicalista fue electo como Presidente de la República. En efecto, Pedro Castillo Terrones es el primer presidente de la historia peruana elegido democráticamente que no ha tenido ningún tipo de respaldo de las élites limeñas. Algunos explican el ascenso de Castillo en la mera casualidad al ser un outsider de perfil bajo que no recibió los embates de la competencia electoral y que creció - como Fujimori en 1990- exponencialmente en las últimas semanas. Otros, desde una mirada más estructural, ven en él la reivindicación de los sectores más marginados que fueron fuertemente golpeados por la pandemia y la subsecuente crisis económica, en un país que ocupa el infeliz primer lugar en el ranking mundial de muertos por millón de habitantes debido al Covid-19[6]. En cualquier caso, Castillo llega al poder con una fuerte agenda social según la cual el estado debe tener un rol protagónico en la economía y la inclusión social y el gobierno debe impulsar un proceso constituyente para aprobar una nueva Constitución Política de carácter social y plurinacional.

 

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Con la asunción al poder de Pedro Castillo, las tensiones sociales podrían contenerse de forma democrática. Es decir, atendiendo a criterios sociales, ambientales y democráticos, el estado podría no solo dar voz a los Pueblos Indígenas y a actores locales, sino también canalizar sus aspiraciones y visiones de desarrollo hacia arreglos institucionales más plurales e inclusivos. Sin embargo, si el gobierno opta por no implementar instituciones que medien adecuadamente entre los intereses y aspiraciones de estos sectores y el interés del estado en el desarrollo de proyectos de inversión, podría generarse un escalamiento del malestar social con colectivos que se sientan traicionados por quién prometiera una agenda de cambio.

 

 

Por otro lado, la precariedad institucional y los gestos autoritarios del partido político que lo llevó al poder pueden acentuar la polarización entre el gobierno y sectores económicos y políticos preocupados por el mal manejo de los asuntos públicos y la estabilidad macroeconómica. En este contexto, el proyecto de cambio puede terminar siendo otra oportunidad perdida entre las buenas intenciones, el populismo y el caudillismo; todo lo que podría conllevar a situaciones límite de crispación política, incluyendo nuevamente intentos de quiebre institucional mediante vacancias y la disolución del Congreso.

 

No es tarea fácil gobernar en estas condiciones. Castillo requiere de una profunda habilidad política para navegar por las aguas turbulentas de la política nacional y la aguda conflictividad socio-ambiental a nivel local, así como de capacidad para alcanzar consensos y al mismo tiempo impulsar transformaciones de fondo con el objetivo de construir un país donde todos seamos sustancialmente iguales en derechos y dignidad. En el Perú del bicentenario, con un presidente campesino y rondero, no se va a desmontar el racismo institucionalizado, pero se abre una oportunidad de reimaginarnos como colectividad, redefinir objetivos comunes y construir un país más inclusivo y plural. Es responsabilidad de todos los actores políticos y sociales, comenzando por el gobierno, que no perdamos esta oportunidad.

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