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Crónicas del pueblo: Los últimos pasos del Zorrillo

Justino era un muchacho tímido e inquieto, a veces caprichoso con algunos alumnos, su poder radicaba en infundir el susto, se aprovechaba por ser el más alto y tener fuerza.

 



David Vilcapuma - Licenciado en Educación

 


Desde las cumbre de San Luis de Huañupiza, forjando una huella en la literatura oral del distrito de San Juan de Yánac, con modesta exactitud en su interpretación. Al leer esta narración no busques precisión histórica, solo encontrarás vida, emociones, hechos,  vividos con intensidad en un lugar y  tiempo concreto, es historia  porque sucedió tal como lo describo, pero no es la Historia ni pretende serlo.        

Una mañana fría y nublada Justino, alumno de la escuela fiscal de la hacienda de Huañupiza, caminaba muy de prisa rumbo al colegio, cruzaba cerros, zanjones y lomadas, hasta llegar a la estancia de Lagaypata, luego bajaba por la lomas unos kilómetros para llegar al pueblo.

Justino era un muchacho tímido e inquieto,  travieso y a veces caprichoso con algunos alumnos, su poder radicaba en infundir el susto, se aprovechaba por ser el más alto y tener fuerza,  pero era muy inocente en su proceder, había tenido una vida muy dura, difícil y de tristes recuerdos en su niñez.

Entre el recodo del camino, se encontró con sus compañeros de estudio al avanzar jugando unos doscientos metros más abajo, encontró un zorrillo o añas  moribundo que a duras penas caminaba hacia el zanjón  de Chunapata. Al verlo Justino,  echó a  correr en busca de un palo, su compañero de estudio que tenía el apodo de  cururo, aguardaba atento cuidando al zorrillo; mientras llegaba otro compañero de apodo El Gringo. Luego al retornar Justino con la punta del palo lo trenzó de la cola cerdosa al añas.

Del palo se desprendía a cada rato, en uno de esos momentos el chorro del orín que segregaba el zorrillo había alcanzado caerse en el rostro y la ropa de Justino, decidiendo trenzarlo con más seguridad para que no se escape el añas.


 
El olor  del orín del zorrillo era muy intenso, al parecer Justino, se había enfurecido y ya no le importaba ese olor nauseabundo, que con más ganas él disfrutaba arreando al erizo entre risas y carcajadas.


Los tres amigos, que les gustaba andar juntos, decidieron arrear al añaco, hasta llegar a la acequia, cerca de la escuela, allí pretendieron dejarlos al moribundo animal, pero el afán de Justino, por llamar la atención era más fuerte y se atrevió acercarse hasta la puerta de uno de los salones de la escuela.

Justino, caminaba presuroso arreando su mascota por el patio de la escuela, ante el asombro de unas cuantas alumnas quienes se quedaban con la boca abierta; ante este episodio.

Luego lentamente se retiraba, fustigando a su añas antes que la profesora de lindas sonrisas saliera de su habitación, llegando a parar frente a la cocina de la casa de la abuelita Elidía, en ese extremo trajinar el erizo se había muerto.

Justino al percatarse, no supo que hacer, noto que no había nadie en la casa, recordó que el viejo Fernando, había viajado a la ciudad de Chincha, a comprar víveres para abastecer su negocio.

Entonces el muy travieso, cogió al zorrillo de las colas y lo aventó al interior de la cocina de Elidía, no conforme con ello; ingresó y al ver sus pellejos bien doblados en un rincón, levantó parte de los pellejos  y cogiendo nuevamente de la cola al zorrillo ya muerto, lo colocó en el interior de los cueros cubriéndolo con el resto.

Dejando escondido al zorrillo muerto, que terminó pudriéndose entre los pellejos de la cama del viejo Fernando.

Muchos años después mamá Brígida cuenta que cuándo Fernando había retornado, había Ingresado a la cocina, sintiendo un olor nauseabundo e insoportable, al observar los  pellejos, el espacio se encontraban en un episodio repugnante, los cueros  y algunas frazadas que fueron dejados allí;  era consumido totalmente convirtiéndose en un hervidero de gusano.
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