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Semana Santa tantarina

Esa noche salía un pregonero, premunido de una bulliciosa y tétrica matraca, llamando a los fieles a la víspera. Ya desde ese momento se sentía un ambiente de miedo y misterio.¸

Pero en realidad para los niños y jóvenes del pueblo, el fervor religioso comenzaba desde tempranas horas del día cuando íbamos al campo a recoger flores -el zuncho- con una canastita para lanzar a las andas durante la procesión.
Pero en realidad para los niños y jóvenes del pueblo, el fervor religioso comenzaba desde tempranas horas del día cuando íbamos al campo a recoger flores -el zuncho- con una canastita para lanzar a las andas durante la procesión.

 

Por: Esteban Saldaña Gutiérrez

Ingeniero Industrial


19-04-2018 | Llegaba a su fin la época de lluvias. Quienes habíamos  salido de “vacaciones”  al campo, a pastar los animales, retornábamos a Tantará para asistir al  colegio.

 

El primer día cantábamos a todo pulmón: “Cual bandadas de palomas que retornan del vergel…”.  “Chiuchi, chiuchi, …” decíamos cuando veíamos a nuestras compañeritas de la escuela de mujeres pasar. Se veían los campos y cerros hermosos, esplendorosos, cubiertos de un níveo verdor, cristalino y reverberante, salpicados de pequeñas e innumerables flores amarillas, el pinao. 

Un día antes de la víspera, cortábamos y recogíamos  flores de  pinao. Los del Barrio “El Pueblo” recorrían desde el vado hasta el zanjo de Antas, pasando por Micurun; los pampinos todo Huaycco, Mulliccacc, Llammayacc, Pucacruz; los de Iquicha, bordeábamos el zanjo de Salacc, Cuchicorral, Cincuna, Jalicnacha.  Regresábamos con nuestra canastita llena de flores, luego en casa, generalmente alrededor de una conversión familiar  desojábamos las flores, para la procesión del día siguiente. Esa noche salía un pregonero,  premunido de una bulliciosa y tétrica matraca, llamando a los fieles a la víspera, no se escuchaba las campanadas. Desde ese momento se sentía un ambiente de miedo y misterio. 

Nuestra imponente Iglesia, con pared frontal de piedra labrada, con su enorme puerta verdosa, despintada, con “botones” a modo de  grandes “tictes”,  se abría esa noche, alumbrado solo  por algunas mortecinas velas. Ingresábamos, mamá con su pañolón, su velo y su linterna a kerosene,  a falta de  luz eléctrica. 

Acurrucado a su lado, escuchaba la Víspera y sus canticos, en pelea permanente con el sueño. De pronto el que hacía de sacristán, remojando la punta de sus dedos con saliva, iba apagando  las velas de a pocos, una por una. Se agitaba nuestro corazón. La inmensa Iglesia quedaba a oscuras, solo una velita, al lado de un viejo órgano, quedaba encendida. Me aferraba al brazo de Mamá. 

 

 

 

«Tres grandes golpes, secos, estremecían la gran puerta. Nadie contestaba, todo era silencio. Nuevos golpes, está vez con mayor fuerza. Reteníamos el llanto y la respiración. Otros golpes, remecían la iglesia.» 

 

 

 


Por fin una potente voz, que nacía  del fondo de la Iglesia respondía: “Entren Santos Varones”. La gran puerta se abría chirriante,  con un crujido enorme y con paso lento y acompasado ingresaba dos figuras, dos espectros, cubiertos  de pie a cabeza con una especie de túnica blanca. Al borde del llanto y la desesperación me aferraba fuerte a Mamá. 

A medida que ingresaban los Santos Varones las velas se iban prendiendo, tal como se apagaron, de a pocos. Absortos y temerosos veíamos como esas “almas” se ponían al lado del anda, donde se encontraba el Cristo Yacente.

Se reiniciaba la Víspera, nos persignábamos con devoción, todavía temerosos, viendo de reojo a los santos varones.  En medio de canticos  culminaba la víspera. Mi madre se quitaba el velo, se ponía su pañolón, prendía con dificultad su linterna y salíamos de la Iglesia, siempre yo volteando a mirar a los Santos Varones. 

Al día siguiente la campana llamaba a Misa. Mi madre nos ponía ropa limpia y nos peinaba con esmero. En la Iglesia encontrábamos a los   Santos  Varones, pero ya no nos causaba miedo, sino curiosidad, sentíamos su fatigada respiración y su mirada, los más osados arañaban, con un palito,  su  blanca vestidura. 

Todos llevábamos nuestras canastitas, llenos de pétalos de pinao, entreverado en ocasiones con rosas rojas y blancas. Culminado la misa salíamos acompañando a la procesión y en competencia infantil arrojábamos las flores al anda del Cristo Yacente, con respeto y veneración, como nos enseñaba mamá. 

 

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