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ACUARELAS TANTARINAS: Adiós don Dacio Huamán

Otra vez Tantará se viste de luto, otra vez nuestras míticas campanas “doblan” y dejan oír sus lastimeros sonidos fúnebres. Don Dacio Huamán viajó al infinito.

El ritual de la herranza se llevaba en el mismo corral, que siempre quedaba en una faldería,  salpicado de piedras, donde el chivo alfa balaba fuerte y las cabras correteaban despreocupadas. Las reses impasibles esperaban el marcado.
El ritual de la herranza se llevaba en el mismo corral, que siempre quedaba en una faldería, salpicado de piedras, donde el chivo alfa balaba fuerte y las cabras correteaban despreocupadas. Las reses impasibles esperaban el marcado.

 

Por: Esteban Saldaña Gutiérrez - Ingeniero Industrial


Otra vez Tantará se viste de luto, otra vez nuestras míticas campanas “doblan” y dejan oír sus lastimeros sonidos fúnebres. Don Dacio Huamán viajó al infinito, al encuentro de su esposa, la señora Manonga López. Al encuentro de mi padre, don Esteban Saldaña, el saludo debió ser lo más cálido, como fue en este mundo.
 

Por años con mi padre criaban, al partir, una punta de animales caprinos. Allí iba yo, montado en un burrito, mi padre en un brioso caballo y mi madre en una mula, sentada en una montura de mujer que tenía un solo estribo y su sobrero blanco,  usado solo en  épocas especiales, como esta, la herranza.
 
Llegábamos a la estancia y la alegría era mutua, reciproca. Don Esteban, buenos días, buenos días don Dacio. Señora Manonga, buenos días, buenos días, respondía con esa sonrisa franca de siempre. A mí me trataba de niño Estebancito, pasando los años cambio a joven Esteban y por estas épocas era ya don Esteban.


 

El ritual de la herranza se llevaba en el mismo corral, que siempre quedaba en una faldería,  salpicado de piedras, donde el chivo alfa balaba fuerte y las cabras correteaban despreocupadas. Las reses impasibles esperaban el ritual

 


En el mismo corral, debajo  de una piedra grande, se tendía un mantel blanco y sobre ella se  ordenaban rosas y  claveles blancas y rojas, manzanitas rosáceas enanas, cigarro, coca,  tocra, vino y cañazo en blanca botella.

Los mayores se sentaban alrededor de la mesa y mi padre empezaba con ese ritual mágico, imperecedero, aquella antiquísima costumbre que sobrevivía desde la época pre inca. Se persignaba y todos se quitaban el sombrero. Tomaba un vaso de cristal y ofrendaba ese trago al cerro Condorsenja, a la imponente Minasniyocc, al magnífico atalaya Aquichanca, con la misma fe y devoción que hace el padre en misa. Luego jugaba con la coca, musiaycusum don Dacio decía y tiraba las hojas de coca, dependiendo de cómo quedaba regados, sabía el destino de los animales, de la lluvia, de la perdida a causa del zorro, del león o el gato montés. Mal año decía y su rostro se ensombrecía. Buen año don Dacio decía y se abrazaban todos. Luego todos fumaban cigarro inca, chacchaban coca y la endulzaban con la tocra.

Allí seguía el oráculo, mi coca amarga decían, hay que tener cuidado. Mi coca es dulce, este año va ser buen año, auguraban. Luego venía el brindis. Primer salud con los antepasados, salud alma de doña Victoria, salud don Desiderio decía papá y hacía gotear el pisco al suelo. Terminado la coca y el pisco, todos se levantaban, menos don Dacio y mi papá. Buscaban un recodo en alguna palala (piedra grande)  y allí enterraban el resto que no se había consumido, como las flores, los caramelos, las galletitas, siempre invocando a la pachamama, al dios inti, a los cerros, a los puquios.
 
Terminando el ritual del pago se señalaban a los animales. Mi papá tenía un corte especial para la oreja del animal, se llamaba zarcillo, que era como una V invertida. Don Dacio tenía otro corte. Así señalaban a los animales y luego colgaban cintas de diversos colores y al final se podía diferenciar entre los animales de Don Dacio y la de mi Padre.
 
En la tarde llevaban los animales a  pastar a los cerros, quedándose en el corral solo las crías, pequeñitas cositas, con sus incipientes cuernitos, que dando brincos, haciendo figuras en el aire, parados por segundo en sus patitas traseras simulaban pelear entre ellas, dando cabezazos al aire. Las maltonas tenían otro juego, de mayores, simulaban aparearse, ajochacunchanmi, decían.


 

 

En la noche alrededor de alguna fogata, se cantaba y se bailaba  el gachua – una variante del huayno - al son del huaccra y la tinya y se brindaba con pisco y vino.

 


En ocasiones nos hacía jugar, a ver el hijo del patrón, decían ya animados, y me hacían ocupar un lugarcito en el corral. A ver el hijo del compañero y salía uno de los hijos menores de don Dacio, los dos en cuclillas imitábamos peleas de los machos alfa.
 
Al día siguiente, nos íbamos  como habíamos llegado. Mi padre en su brioso caballo, mi madre en su mula y yo en mi burrito, llevando eso sí, quesos y leche fresca. Huatancama don Dacio, señora Manonga. Huatancama don Esteban, señora Agripina, niño Estebancito.
 
Ese Huatancama se ha convertido hoy en un adiós sin retorno, en un viaje al infinito, allá en cielo, en ese firmamento abovedado color azul, en algún lugar se habrán reencontrado y se habrán saludado con esa calidez y esa sinceridad de la tierra. Don Dacio caypiñachu, aurique don Esteban, (Don Dacio aquí ya, si don Esteban) habrá contestado don Dacio.  Lliumi caypiña, au señora Manonga (Aquí ya estamos casi todos no señora Manonga). Si pues don Esteban, habrá contestado la señora Manonga. Así es la vida, chaynachiqui  suertillanchicc carja (así habrá sido nuestra suerte),  habrán rematado todos al unísono. QEPD don Dacio Huamán.

 

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