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Vivencias tantarinas: 'El Caballo de mi padre'. Una crónica de Esteban Saldaña G.

Luego, sacaba del cuarto los aperos; la caroneta, el freno incrustado con collarines de plata, el tapaojo, la montura, el pellón, el atapellon.

Fotos de archivo

Me levantaban muy temprano y me ordenaban:  Jatarimuyña, bestiacunata apamuy, apuradulla (levantate, ve a traer las bestias, muy apurado).

Venciendo la flojera y el frío, bajaba corriendo a Yuraccrumi o a Micurun, chacras que quedan cerca al río. En ocasiones las bestias se divisaban cerca al camino, bacán. Otras veces, cerca al río, asu macho, decía. A veces el caballo se dejaba agarrar mansito, en otras de un carreron aparecía en otro  sitio. Yo  atrás, corriendo, corriendo,  con mi soguita en la mano. Sooo, sooo, carajo, gritaba. Estaba por  “lazearlo” y de nuevo, relinchando, pasaba, literalmente, por encima mío.  Según su temperamento, se volvían  chúcaros. De tanto correr trás del animal me ponìa a llorar, de rabia, de cólera, de impotencia, de ver pasar por mi lado al caballo y no poder atraparlo.

Una vez que lo tenía me desquitaba, chuto e′ miércoles, decía, conqueraj au, cunanmi yachacuycunqui, caiñama (con que te portas asì, ahora vas a saber quién soy yo), decía, jari, jari (todo un hombre).  Deslizaba la soguilla   por la frente del animal y a modo de  freno  lo sujeta del hocico, de donde salían  dos puntas, que me servía de riendas. Agarraba, me subía sobre una piedra o una pequeña andenería, para alcanzar la altura del caballo  y de un brinco aparecía en el lomo calato del animal. Suficiente, pobre caballo, en un cinco aparecía en Tantarà, en la puerta de mi casa, con el caballo sudoroso.
 
Mi padre observaba al caballo, en ocasiones me rezondraba, porque maltratas asì al animal decía. Veía si tenía “mata”, si el crin estaba largo, si los herrajes estaban buenos, lo palmoteaba con cariño. Sacaba del cuarto los aperos;  la caroneta, el freno incrustado con collarines de plata, el tapaojo,  la montura, el pellón, el atapellon.  Lo ensillaba ceremoniosamente, con angustia veía levantar la cola del animal y pasar la baticola, la montura quedaba ya encima, ajustaba el cincho suavemente, pasaba el freno por la cabeza y la frente ancha del caballo. Cuida, me decía y entraba a tomar desayuno.

La mesa estaba lista, le esperaba una humeante sopa de morón,  leche pura de vaca,  papa y cancha, cuchupa, machca o sanco. Mientras tanto mi madre acomodaba la alforja, ponía las cosas que debía llevar  en “huayajas” y  su  jojao (fiambre).  Terminaba de desayunar y salía de la cocina, que servía como comedor.   Ajustaba ahora sí el sincho, ponía una frazadilla sobre la montura y luego la alforja, después  su poncho y lo aseguraba con el atapellon. Se ponía su sombrero y las espuelas ronroneantes de plata. Acomodaba el estribo y montaba al animal, sujetando  el freno. Estaba listo para partir. Cuando tenía que acompañarlo me hacía montar en el burro, que  es más pequeño que el caballo, pero “bota” con más fuerza y la caída es más dolorosa.

Anda con cuidado Esteban, recomendaba mi madre. Estebancito, agárrate fuerte, no hagas correr al burro. Ya mamá, decía yo.

Padre e hijo salíamos de la casa, llegábamos a Salla Salla, cruzábamos la Pampa Florida, pasábamos  frente al cementerio, donde empezaba el camino de herradura y desparecíamos por el Morro cuando íbamos a la quebrada, a ver las vacas.

Aparecía en lo alto de Tantarà, por  Anca  Huachana (donde nace el águila), Cruz Pata, cuando  nos íbamos a las alturas, a las  estancias que quedaban por Rayusja, Sullca   a ver los ganados menudos.

Al retorno, mi padre se encargaba de desensillar el caballo y yo al burro, luego los llevaba de vuelta al cerco, ya tranquilo, sin correr. Regresaba a casa, pasaba por la pampa florida y me quedaba a jugar pelota.






 

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