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El aro. (Relato andino)

Mamá, para darnos valor, hacía que no se cansaba y seguía con las labores, jalando los costales por aquí y por allá. Estaba así cuando dio un grito. Mi aro, no está mi aro, repitió alarmada, mostrando su dedo anular.

Este relato se desarrolla en el distrito de Tantará, provincia de Castrovirreyna, Huancavelica. Situada en medio de la sierra andina a 3,200 m.s.n.m. (Foto referencial)
Este relato se desarrolla en el distrito de Tantará, provincia de Castrovirreyna, Huancavelica. Situada en medio de la sierra andina a 3,200 m.s.n.m. (Foto referencial)

 

Por: Esteban Saldaña Gutiérrez - Ingeniero Industrial

 

Ese no fue un día cualquiera. Ese día se iba a cosechar cebada en la chacra de Huaycco. “Chay huarmacca puntata richon”, dijo mi padre y se refería a mí. “Puñuchanchu jina, jatarimuchun”, ordenó. (ese muchacho irá primero, creo que está durmiendo, que se levante).

 

Con un puñadito de cancha en el bolsillo salí de casa. Soñoliento aún cruce la pampa, pase por la casa de los abuelos y tome un caminito delgado salpicado de grama y romaza que bordeaba el acantilado, terminando la chacra de Mullicacc ese caminito se adentraba en una pendiente y se volvía vertiginoso, áspero y resbaladizo, se caminaba con cuidado  por entre los enramados y se salía por abajo, por una chacra partida por un pequeño riachuelito, de aguas cálidas, que en rarísimas ocasiones eran surcados por patillos de plumas brillosas, multicolores. El caminito bordeaba ahora el zanjo de Salacc y sorteando dos o tres pircas llegaba finalmente a la chacra de Huaycco.

 

Estaban allí, reverberantes, jugando con el aire las espigas color oro de las cebadas. Llegaba mi padre y los peones, con su segadera y mantas. Antes de iniciar con la cosecha, buscaban un claro y se sentaban, sacaban primorosamente sus hojitas de coca y como un ritual la chacchaban, endulzándolo con su tocra color ceniza.

 

 

 

 

                                                Todo el día cortaban las espigas, para luego llevarlos a la era. En la tarde y en la noche otro grupo de hombres, premunidos de fuertes palos alargados, juntando las espigas en un montón, golpeaban fuerte para separar los granos de cebada.                              

 

 
 

Todo el día cortaban las espigas, para luego llevarlos a la era. En la tarde y en la noche otro grupo de hombres, premunidos de fuertes palos alargados, juntando las espigas en un montón, golpeaban fuerte para separar los granos de cebada. Terminando esa labor, papá ordenó que me quedara acompañando a mamá, hasta que trajeran los burros para encostalar la cebada y llevarlo a casa.

 

Después de los trajines de ventear la cebada, encostalarlos y llevarlos a casa, arreando los burros por el áspero camino de retorno, alumbrados solo por una frágil linterna de kerosene, llegamos por fin a casa. Nuevamente, bajar los costales, desensillar los animales, y llevarlo a la chacra del costado, fácil sería medianoche.

 

Mamá, para darnos valor, hacía que no se cansaba y seguía con las labores, jalando los costales por aquí y por allá. Estaba así cuando dio un grito. Mi aro, no está mi aro, repitió alarmada, mostrando su dedo anular. Había escuchado una conversación anterior de mamá, donde afirmaba que, si perdías el aro, perdías el matrimonio. Busquen, debe estar por algún lugar. Nada. Donde se me ha caído, donde, repetía, desesperada, al borde de la apoplejía.

 

Mi madre en falda blanca en el fundo Mullicacc.

 

Foto de su matrimonio que queria preservar.

 

Finalmente tomó una drástica decisión: vamos a Huaycco, allí se me ha caído, en la era, allí está dijo en tono resuelto. A pesar de la fatiga no tuve el valor de contradecirla. La luna estaba en su apogeo. Otra vez, tomar el mismo caminito, la misma bajada, cruzar las pircas, ya no tenía gracia, pero si mucho sacrificio.

 

Llegamos a la era, ahora a encontrar el aro, como buscar una aguja en un pajar. Así estábamos, solo un ratito y de pronto vi un charquito de agua y solo por curiosidad metí la mano y sentí como una cosita entraba directo a mi dedo, la saque y dije ingenuamente, este no es su aro. Mamá casi dio un brinco, lo vio, lo palpo, lo escrudiño y dijo si hijo ese es mi aro. Me abrazo fuerte, me comió a besos. Gracias Dios mío, se ha salvado mi matrimonio, exclamó y cayo de rodillas.

 

La vuelta fue ya más fácil.

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